adela cortina

Discurso de Adela Cortina
Doctor honoris causa UPV
Sr. Rector Mfco. de la Universitat Politècnica de València, Dr. Francisco José Mora Mas, autoridades académicas y civiles, claustro de profesores, señoras y señores, amigas y amigos todos, es costumbre en actos como éste empezar agradeciendo al Sr. Rector y al claustro de profesores la invitación a formar parte del conjunto de sus doctores, como doctora honoris causa. Por mi parte, lo hago muy sinceramente, no como una simple formalidad, sino como expresión cálida de un profundo agradecimiento. Es para mí un honor y una alegría poder integrarme en una universidad que goza de un tan merecido prestigio internacional como es el caso de esta Universitat Politècnica de València. Pero más todavía por tratarse de una universidad de esta tierra y ciudad en la que nací hace algún tiempo, y que comparte el campus de excelencia con la Universitat de València, en la que ejerzo mi tarea académica. Por si faltara poco, creo que el presente y el futuro de nuestras sociedades pasan, entre otras cosas, por la cooperación inteligente entre ciencias, técnicas y humanidades, o podríamos decir entre tecnociencias y humanidades. Como también que, desgraciadamente, la distribución de estos saberes en universidades y campus diferentes puede llevar al error de pensar que son discursos paralelos y han de trabajar por separado. A mi modo de ver, es justamente todo lo contrario: la auténtica innovación en el presente y el futuro ha de integrar a todos los saberes. Por decirlo con una fórmula clásica: será interdisciplinar, o no será. Vaya, pues, por delante mi más cordial agradecimiento, muy especialmente al Departamento de Proyectos de Ingeniería y a su directora Mª del Carmen González, que tuvieron la generosidad de proponer mi nombre para esta investidura; a Rosa Puchades, Vicerrectora de Responsabilidad Social, Cooperación y Deportes, que ha aceptado oficiar de madrina en este acto, y a José Félix Lozano, autor de esta cordial laudatio, que brota, como es obvio, de su proverbial generosidad. Como es sabido, José Félix Lozano es Profesor Titular de Ética Profesional, Ética de la Empresa y Responsabilidad Social Corporativa en esta Universitat Politècnica de València, donde goza de un gran reconocimiento por parte de colegas y alumnos, demostrando con ello que no se encuentra in partibus infidelium, sino en su lugar natural. Trabajador incansable, ha adquirido un espléndido bagaje académico desde su estancia de investigación en la Universidad de Erlangen, apenas terminada la carrera, pasando por constantes periodos de estudio en Alemania, Estados Unidos y América Latina. Miembro destacado de nuestra Fundación ÉTNOR (“para la Ética de los Negocios y las Organizaciones”), y del comité de ética de la investigación de la Universitat Politècnica de València, José Félix Lozano es ya un referente en el ámbito de la ética aplicada, sobre todo a la empresa, a la que ha dedicado sus libros Códigos éticos para el mundo empresarial (2004) y ¿Qué es la ética de la empresa? (2011), amén de un buen número de artículos, y es también ampliamente reconocido en el mundo de la ética profesional. Ciertamente, no resulta fácil encontrarle en España, sino más bien en cualquier otro lugar, impartiendo docencia, participando en congresos, investigando, o corriendo algún maratón. Estudió en la Universitat de València y es, a mi juicio, una prueba visible de lo que quisiera mostrar brevemente en esta lectio: que tecnociencias y humanidades, muy especialmente, tecnociencias y ética, están estrechamente entreveradas, son inseparables. Ciertamente, no es ésta la primera vez que vengo a esta universidad, sino que he participado en diferentes foros y encuentros, y cuento en ella con excelentes amigos. Sin ánimo de exhaustividad, quisiera mencionar a Fernando Conesa, con quien comparto tantas cosas desde hace tanto tiempo, entre ellas, la preocupación por la transferencia del conocimiento, también en Humanidades; a Pedro Coca, persona clave de la Fundación ÉTNOR, Ricardo Insa, mi informador en el mundo de los ferrocarriles, Sandra Bono y José Mª Ferrero, colegas en el trabajo por el desarrollo humano, Ester Giménez, que escribió un espléndido Trabajo Fin de Máster sobre la Ética de la Ingeniería en el marco de nuestro máster en “Ética y Democracia”, y a las amigas de la Unidad de Formación del Servicio de Recursos Humanos, como Eva Mª González, que tuvieron la generosa idea de poner a un aula mi nombre. Por último, y siguiendo el consejo evangélico, he dejado el mejor vino para el final: el cálido recuerdo de Eliseo Gómez-Senent, que fue Catedrático de Proyectos de Ingeniería y Vicerrector de Coordinación Académica y Alumnado en esta universidad, maestro indiscutible y querido de cuantos trabajaron en esta materia, comprometido con la ética de los profesionales técnicos, convencido de la importancia del factor ético en ingeniería. Eliseo luchó hasta el último momento por mantener una vida buena, sin dejar de transmitir cariño a pesar del sufrimiento. Ojalá que, como diría Antonio Machado, no todo se lo haya tragado la tierra. Y pasando al tema de la breve lectio que me propongo desarrollar a continuación, se encuentra estrechamente ligado a cuanto he venido diciendo: “Ciencia, técnica y Humanidades: una cooperación necesaria”. O si lo prefieren: “Tecnociencia y Humanidades: una cooperación necesaria”. 1. En el comienzo fue la filosofía: la unidad del saber pensar, saber obrar, saber hacer. El comienzo del saber occidental fue la filosofía, la aspiración racional a descubrir los secretos del cosmos y de los seres humanos, movida por esa curiosidad ante lo desconocido que nunca deberíamos perder. Los primeros filósofos, los presocráticos, se preguntaron por la constitución de la physis, y de ahí el nombre de “fisiólogos” que les adjudicó Aristóteles,; los pitagóricos leyeron la realidad en lenguaje matemático; Platón admiró la Geometría; Aristóteles fue en muy buena parte un biólogo; Descartes intentó dar una base filosófica a la Física de Galileo; Kant, a la de Newton; Adam Smith, profesor de filosofía moral, escribió su Teoría de los Sentimientos morales antes que La riqueza de las naciones; Marx se ocupó de la infraestructura económica, y así podríamos llegar a nuestros días mostrando hasta qué punto la razón humana se expresa a través de distintas formas de saber, pero es en el fondo la misma. Justamente, las épocas estelares de la Filosofía son aquellas en que ha trabajado codo a codo con aquellos saberes que se fueron segregando con el tiempo como “ciencias” naturales y sociales y como técnicas. De ahí que carezca de sentido la afirmación de algunos científicos en nuestros días de que por fin ciencias y Humanidades van a trabajar conjuntamente. Ha sido así desde los orígenes. Fue Aristóteles quien mostró con claridad que es el lógos, la razón, el que busca la verdad científica de la física, las matemáticas o la teología, pero también el que busca la verdad práctica, aquella que no se limita a escudriñar los secretos del universo, sino que orienta la acción en el mundo moral, el técnico y el político. El mundo moral es el de la búsqueda de la felicidad, a la que todos los seres humanos tienden, y requiere para tener éxito el ejercicio de la virtud de la prudencia para dilucidar en cada caso qué es lo que conviene, cuál es el término medio en el que consiste la virtud. El mundo político es el de la comunidad en que los ciudadanos, precisamente por estar dotados de razón, pueden deliberar conjuntamente sobre lo justo y sobre lo injusto, sobre lo bueno y lo conveniente (Aristóteles, 1970 b, I, 2). El mundo técnico es el del saber hacer, el que se propone racionalmente obtener productos útiles o artísticos, tiene por meta la utilidad y la belleza. Para llevar a cabo su tarea precisa también el desarrollo de una virtud, la tékne, en la que debe ejercitarse quien desee obtener buenos productos (Aristóteles, 1970 a, VI). La razón está presente, pues, en el saber obrar y en el hacer, pero también es necesaria la experiencia, acumulada día tras día, y el entrenamiento indispensable para alcanzar las metas, sin el que el éxito es imposible. Y es razonable buscar los bienes de la técnica en el marco de la felicidad individual y en el de la justicia política. El desarrollo de las cualidades por las que son posibles el buen saber, el buen obrar y el buen hacer compondría lo que más tarde se llamaría “humanitas”. El término humanitas es probablemente un invento verbal de Cicerón, y significaría primero aproximadamente lo que en el siglo XIX se decía con “civilización” y “cultura”: un cierto sistema de comportamientos humanos que se consideraban ejemplares y a los que los hombres grecolatinos de la época helenística creían “por fin” haber llegado (Ortega, 1961, 1). En un sentido similar se pronuncia Charles Percy Snow en 1959 en su célebre conferencia sobre “Las dos culturas y la revolución científica”. Snow en su conferencia entendía el término “cultura” en dos sentidos, y con el primero de ellos se refería al desarrollo intelectual, al cultivo del entendimiento, al sentido en que Coleridge hablaba de “cultivation” o de “armonioso desarrollo de aquellas cualidades humanas y facultades que caracterizan a nuestra humanidad” (Snow, 1977, 74). Incluye entre sus cualidades tanto las que se desarrollan en el estudio científico como las que desarrollan aquellos a los que suele llamarse “intelectuales”. Sin embargo, con el tiempo se quiebra esta unidad del saber, se produce una fragmentación de la racionalidad científica, práctica y técnica, se generan distintas subculturas. Alcanzar la humanidad en plenitud exigiría cultivar estas cualidades, pero lamentablemente cada una de las subculturas dejaría languidecer una parte de ellas. En ello tuvo buena parte de responsabilidad la deriva seguida por el proceso de modernización occidental, que supuso el triunfo de la racionalidad científico-técnica y el retroceso de la racionalidad práctica, tanto en la ética como en la política. 2. El triunfo de la racionalidad científico-técnica Atendiendo a la lectura que hace Max Weber del proceso de modernización occidental, éste consiste en el progreso de la racionalidad especializada en adaptar medios a los fines que ya vienen dados por otros conceptos. Recibe el nombre de racionalidad teleológica o mesológica y también, desde el punto de vista de la Teoría Crítica, el nombre de “razón instrumental”, y es la propia de las ciencias y las técnicas, que se va extendiendo a la economía y a la burocracia, pero también a los restantes sectores del sistema socio-cultural (Weber, 1944). Hasta el punto de que “racionalizar” una situación significa aplicar los medios más adecuados a los fines que se persigue, teniendo en cuenta sus posibles consecuencias. El otro lado de la moneda en el proceso de modernización es el del desencantamiento, la des-magificación (Entzauberung), aquel proceso por el que se van oscureciendo las imágenes del mundo con contenido que pertrechaban a las sociedades de unos valores últimos, capaces de crear cohesión social, de legitimar la dominación política y de justificar la obligatoriedad del derecho. Justamente en ese mundo de los valores últimos se encontraban los fines compartidos por una sociedad, y el retroceso de los fines últimos tiene por resultado lo que Max Weber llamó el “politeísmo axiológico”, el hecho de que en el mundo de los valores cada quien “tenga su dios”, tenga sus preferencias valorativas y resulte imposible discutir racionalmente sobre fines últimos. Cada persona opta por unos valores o por otros por una suerte de fe. El mundo ético y el político descansan en las emociones personales y grupales, la teoría moral propia del mundo ético es el emotivismo. Es decir, la teoría según la cual, los juicios morales no son más que expresión de emociones subjetivas e intento de causar en otros la misma emoción, pero no son verdaderas proposiciones, porque no pueden ser verificadas ni falsadas y, por lo tanto, no hay en ellas racionalidad (Ayer, 1971, 124 y ss.). Un buen ejemplo de lo que venimos diciendo lo adujo un colega de filosofía de la ciencia de una universidad no valenciana. Según él, desde el punto de vista de la única racionalidad posible, la racionalidad medios-fines, los campos de concentración del nacionalsocialismo fueron un ejemplo de racionalidad, porque en ellos se aprovecharon absolutamente todos los recursos, desde la fuerza de trabajo de los prisioneros hasta la piel y otras partes del cuerpo. Es verdad –continuaba- que actos semejantes nos producen repulsión emocionalmente, porque agreden a nuestros sentimientos, pero desde el punto de vista de la única razón existente, la racionalidad medios-fines, no habría nada que objetar. En una situación semejante, aunque desde otra perspectiva, nos dejaría la convicción de Max Weber, que hizo fortuna, de que la objetividad de la ciencia exige eliminar de ella cualquier tipo de valoración, porque los valores introducen inevitablemente subjetivismo. El Principio de la Wertfreiheit, de la neutralidad axiológica de la ciencia, se convirtió en un dogma de la racionalidad científico técnica, que tuvo por resultado el cientificismo de las ciencias y las técnicas y el emotivismo del mundo ético y político. El problema es de la mayor envergadura. ¿Cómo tomar decisiones desde un punto de vista ético ante retos como los que presenta continuamente el ejercicio técnico, no digamos ya los que presentan los progresos tecnológicos? 3. Los intereses del conocimiento: dominar, comprender, hacer posible la emancipación. En la segunda parte del siglo pasado Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas propusieron una Teoría de los Intereses del Conocimiento, que se proponía mostrar de nuevo la racionalidad de los distintos saberes y su estrecha unidad (Apel, 1985; Habermas, 1984). En la estela de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt entendían que cualquier teoría viene presidida por un interés, que no hay saberes neutrales, que el Principio de la Neutralidad Axiológica es falso, y que es preciso desentrañar los intereses que legítimamente subyacen a cada tipo de saber. Tres intereses han venido acompañando al saber humano desde los orígenes, haciendo posible la supervivencia de la especie: el interés técnico, el práctico y el emancipatorio (Cortina, 1986). Los saberes tecnocientíficos vendrían orientados por el interés en dominar la naturaleza externa e interna para hacer posible la supervivencia y una buena supervivencia. Para lograrlo proporcionan informaciones sobre el mundo, empíricamente comprobables, intentan describir los hechos, explicar por causas, predecir y aplicar todo ello a la prevención y mejora. El progreso logrado por la racionalidad tecnocientífica es extraordinario. Si diéramos por bueno que el proyecto de la Ilustración occidental tenía dos dimensiones fundamentales, la técnica y la ética, es indudable que el progreso de la primera ha rebasado con mucho a los avances de la dimensión ética. En el ámbito de la arquitectura, la ingeniería, la informática, la digitalización, las comunicaciones, la biomedicina, las neurociencias, en la posibilidad de un mundo transhumano, que cuenta con técnicas como la criogenia. La cuestión es entonces ante todo ello, ¿desde dónde tomar las decisiones? La respuesta más razonable es que es preciso decidir desde las sociedades, pero ¿desde qué instancias sociales en sociedades moralmente pluralistas como las nuestras? ¿Y desde qué racionalidad deben decidir las sociedades? Si no existe sino la racionalidad medios-fines, es decir, lo que se ha llamado también “la racionalidad instrumental”, entonces el modo de tomar las decisiones es la estrategia, que tan bien se ejemplifica en la teoría de los juegos: cada jugador considera al otro como un medio para sus propios fines, decididos emotivamente. Porque la racionalidad instrumental, aplicada a las relaciones humanas se convierte en racionalidad estratégica. ¿No hay posibilidad entonces de llegar a acuerdos racionalmente fundados, en que los interlocutores se consideren recíprocamente como sujetos dignos de respeto, cuyos intereses tienen que ser tenidos en cuenta, y no sólo como medios para los propósitos individuales? La respuesta a esta pregunta viene dada por los saberes que se ponen en marcha por otro de los intereses de la razón: por el interés práctico. El interés práctico busca comprender y orienta los saberes humanistas. No proporciona informaciones verificables, sino interpretaciones, que permiten orientar la acción bajo tradiciones comunes. Es justamente el interés que pone en marcha esos saberes humanistas, que tratan de comprender el sentido de las acciones y, por lo tanto, consideran a los objetos de su estudio como sujetos a los que es preciso comprender y con los que es necesario comunicarse. La filosofía, la historia, la literatura, la comunicación descubren la existencia de una racionalidad que no es instrumental, que no es estratégica, sino comunicativa. Que no pretende dominar objetos, sino comprender a los sujetos, interpretarlos y comunicarse con ellos, no para manipularlos estratégicamente, sino para lograr con ellos un entendimiento y un acuerdo. Por último, el interés emancipatorio es el que ha presidido desde el comienzo todo afán de la humanidad por alcanzar una sociedad liberada de la opresión. Podríamos decir que impulsa a los otros dos intereses, el interés por dominar y el interés por comprender y comunicarse, pero también que se plasma en ciencias como el psicoanálisis o las ciencias sociales críticas. De todo ello se puede concluir que los tres tipos de saber mencionados son racionales y complementarios; ninguno de ellos puede existir en solitario. El trabajo conjunto les acompaña desde el origen y conviene fomentarlo. Sin embargo, la separación entre unos saberes y otros permanece y se refuerza en la vida cotidiana, incluso se introduce una jerarquía entre unos y otros. 4. Las dos culturas: la presunta superioridad de las Humanidades. Como hemos comentado, en el año 1959 Charles Percy Snow, físico y novelista británico, pronuncia su célebre conferencia sobre “Las dos culturas y la revolución científica”, que produjo un gran revuelo. Snow en su conferencia entendía el término “cultura” en dos sentidos. El primero de ellos ya lo hemos aclarado, mientras que en una segunda acepción, que es la que interesará a Snow en mayor medida, el vocablo “cultura” se refiere a “todo grupo de seres humanos que vive en un mismo ambiente, y está vinculado por hábitos comunes, supuestos comunes y común manera de vivir” (Snow, 1977, 75). Desde esta perspectiva, en el mundo del saber topamos con dos grupos culturales, los intelectuales y los científicos, que al parecer desarrollan formas de vida diferentes. A juicio de Snow, tres problemas se plantearán en la convivencia de estos dos grupos: 1) Los intelectuales tratan de monopolizar toda la cultura y la identifican con la cultura tradicional, que es la suya. 2) Por otra parte, y ésta es la crítica más dura que Snow lanza a los intelectuales, son luditas por antonomasia o, lo que es idéntico, irresponsables. Por eso no han entendido la revolución industrial ni la han aceptado, cuando es, a su juicio, la única esperanza de mejora que existe para los pobres. Mientras los científicos trabajan con optimismo por un futuro mejor, porque les preocupa el bien de los hombres, los intelectuales se envuelven en la capa de su pesimismo y demonizan esa revolución que es la que en realidad puede mejorar la situación de los menos aventajados. 3) Por último, entre las dos culturas existe una gran incomunicación. Es de primera necesidad que las dos culturas entren en diálogo, y la educación es, obviamente, un buen medio para lograrlo. La conferencia de Snow provocó toda suerte de críticas y también de adhesiones, y el autor se sintió invitado a retomar el tema cuatro años más tarde en “La dos culturas: un segundo enfoque”. Pero también dio lugar a que cincuenta años más tarde Jerome Kagan, psicólogo del desarrollo y emérito en Harvard, publicara su libro The Three Cultures: Natural Sciences, Social Sciences and the Humanities in the 21st. Century. Un libro en cuya portada consta expresamente “Revisiting C.P. Snow”, porque el autor quiere tomar el pulso al tema medio siglo después de la controvertida conferencia de Snow, y, curiosamente, se refiere a un declive de las Humanidades. 5. ¿Declive de las Humanidades? En el libro mencionado Kagan establece una comparación entre los tres tipos de saber, atendiendo a nueve parámetros, de los que destacaré los más relevantes. En principio, las ciencias naturales pretenden describir hechos y explicar los fenómenos naturales por causas en la medida de lo posible, lo cual abre la posibilidad de predecir fenómenos futuros y de aplicar estos conocimientos a la mejora de la naturaleza y de las sociedades. Estas ciencias recurren a un método razonablemente controlable, que es el método experimental de comprobación de los hechos, lo cual permite alcanzar la verdad, entendida como verificación o como falsación. Por otra parte, estas ciencias expresan sus resultados mediante un vocabulario que refiere a entidades materiales, de modo que el lenguaje que utilizan es en gran medida unívoco. Las Humanidades, por su parte, cuentan con hechos, pero no se limitan a ellos, porque su especificidad no consiste en describir y explicar, sino en tratar de comprender el sentido de los acontecimientos humanos, en tratar de desentrañar cuál es la intención del actuar humano, personal y colectivo, por qué las personas y las sociedades hacemos unas opciones u otras, y, en el caso de la ética, por qué deberíamos actuar siguiendo determinadas normas y determinados valores, y no otros, cuál es el fundamento del deber. Qué duda cabe de que el sentido y la intención son particularmente huidizos, y el mundo de la fundamentación extremadamente intrincado. El método de las Humanidades sería entonces el del diálogo con los sujetos humanos y con los textos, que requieren una gran dosis de hermenéutica, de interpretación de los textos y de las conductas. Ciertamente, no es un método que permita garantizar predicciones para el futuro, y además el lenguaje en el que se presentan las conclusiones a que llega el humanista requiere una gran dosis de interpretación, de donde se sigue que es difícil establecer inferencias claras. Como se echa de ver, resulta complicado adentrarse en el mundo misterioso del acontecer humano y de la fundamentación moral, pero además para hacerlo el investigador no puede desprenderse de sus propias valoraciones, sino todo lo contrario. Justamente, la necesidad de conocer las propias valoraciones para poder comprender a otros es lo que lleva a Gadamer a afirmar que la hermenéutica es filosofía práctica (Gadamer, 1981). Sin embargo, estas esquematizaciones de las distintas formas de saber son más bien simplificaciones, porque también en el mundo de las “ciencias duras” las dificultades de investigación son grandes y los resultados, sumamente interpretables. Con todo, Kagan considera que las dificultades mencionadas explican en parte el declive de las Humanidades, y añade cuatro razones más (Kagan, 2009, 226-228). A su juicio, los puestos en Humanidades son ocupados por mujeres y minorías y esto es un síntoma de que son saberes de “segunda”. Una afirmación más que discutible, de la que discrepo radicalmente. Y, por si faltara poco, que cada vez se ve más refutada con la entrada de mujeres y minorías en todas las ramas del saber, por fortuna. Medicina, arquitectura, ingenierías cuentan cada vez más con mujeres y miembros de minorías y con excelentes resultados, como no podía ser menos. Pero también considera nuestro autor que los humanistas han perdido su sentido de la profesionalidad cuando los postmodernos argumentan que cualquier persona puede filosofar, escribir una novela, una historia, una biografía, hacer aguda crítica filológica o interpretar acontecimientos históricos sin necesidad de haber adquirido conocimientos específicos de las Humanidades. ¿Es que los saberes que componen las Humanidades no cuentan con métodos específicos; con términos y conceptos peculiares que es preciso conocer para manejarse en ellos, componiendo un vocabulario propio que conviene enriquecer, pero al que no se puede renunciar; con tradiciones que ayudan a resolver mejor los problemas actuales; con un modo propio de comprobar la verdad, la adecuación o la validez de las propuestas? A mi juicio, es indudable que todo ser humano tiene capacidad de reflexionar, de saber que sabe y tomar distancia frente a sus conocimientos criticándolos. Pero tampoco cabe duda de que unas propuestas filosóficas dan mejor cuenta de la realidad que otras, y para tomar decisiones sobre ello hay que conocerlas y conocerlas bien. Como tampoco es dudoso que unas interpretaciones históricas son más plausibles que otras teniendo en cuenta el contexto, la información y la cultura de la época. La práctica de las Humanidades requiere conocimientos específicos, rigurosos, aunque no exactos, requiere métodos peculiares y profesionalidad, en el mejor sentido del término. Por otra parte, según Kagan, el descenso de las Humanidades en la valoración social se debe también a que los científicos invaden el terreno de los humanistas. En primer lugar, los científicos sociales, pero cada vez más los neurocientíficos, según los cuales, las “verdaderas” medidas de la percepción, la memoria, el pensamiento y la emoción son los perfiles cerebrales, no los informes de conducta o verbales. Y esto es, en cierta medida, verdad, pero no nuevo. A lo largo de la historia las ciencias que han gozado de mayor éxito en su época han intentado dar razón de la vida toda, con un afán proselitista asombroso. En los últimos tiempos un buen número de neurocientíficos repite la hazaña de querer fundar una filosofía de la vida sobre bases cerebrales, de forma que el método de descripción, explicación y comprobación empírica pueda dar cuenta de la conducta humana en su conjunto. Pero si esto no es una novedad, sí lo es que el alcance de los medios de comunicación en una sociedad globalizada pone en manos de científicos y pseudocientíficos la posibilidad de propalar infundios, como el que consiste en decir que por fin la ciencia va a mostrar la verdad del mundo y las orientaciones legítimas para la acción, y todo ello –presuntamente- sobre bases empíricamente comprobables (Cortina, 2011). Los científicos sensatos exponen su saber con grandes cautelas y únicamente apuntan que conocer mejor el funcionamiento de nuestro cerebro nos ayuda a saber más sobre nosotros mismos y, por lo tanto, a organizar mejor nuestras vidas. A fin de cuentas, las comprobaciones empíricas conducen a muy modestos resultados, que tienen que ser interpretados desde una comprensión del posible sentido que los seres humanos dan a los fenómenos observados, y desde luego no permiten transitar a lo que se debe hacer desde un punto de vista moral y político. Comprensión e interpretación del sentido son indispensables para conocer el mundo humano, como también lo es descubrir fundamentos racionales para la acción a la hora de bosquejar lo que debería ser. Éstas son tareas propias de las Humanidades, en trabajo conjunto con los demás saberes. Afortunadamente, la incomunicación entre las culturas, en la que Snow veía el principal problema, deja de ser una realidad poco a poco. La revolución de las éticas aplicadas en el campo del desarrollo, la economía y la empresa, las biotecnologías, la política, los medios de comunicación, la práctica médica y ese inmenso número de ámbitos al que llega la realidad de una reflexión ética, inserta ya en las instituciones sociales y políticas, da fe de que la comunicación existe (Cortina/García-Marzá, 2003). Entre los humanistas sigue habiendo un buen número acomodado en el discurso de la crítica ludita, pero cada vez más crece el de los que, preocupados por la causa de los menos aventajados, incorporan cuanto pueda venir del progreso científico y se aprestan a colaborar en la tarea de ponerlo al servicio de la humanidad. No existe ya, y no debe existir, la incomunicación entre las culturas. Pero tampoco debe ninguna de ellas diluirse en las otras, porque cada una tiene su tarea específica y su lugar irreemplazable en el diálogo de los saberes por un mundo más justo. En este orden de cosas, otro punto de los que sugiere Kagan merece una detenida discusión: su afirmación de que la contribución a la economía nacional es mínima en el caso de las Humanidades. Una afirmación que es radicalmente falsa, y que invita de modo erróneo a los diseñadores de políticas científicas a invertir poco en Humanidades por la falsa creencia de que no son rentables. “Invertir en I+D+i” no parece ser una acción relacionada con las Humanidades. Unido esto a la convicción de que los humanistas apenas necesitan recursos, porque no precisan complicados instrumentos, se entiende que es irrazonable invertir en Humanidades. Cuestiones ambas que deben ser abordadas con seriedad. La primera, porque no es verdad que las Humanidades no incidan en la economía nacional, y la segunda, porque no sólo los humanistas necesitan medios, sino que la distribución de los recursos económicos sobre la base de “medidas de calidad” de la producción científica acaba siendo una cuestión también de reconocimiento. Sin embargo, aquí nos limitaremos a hablar de la fecundidad de las Humanidades. 6. ¿Qué son las Humanidades? A pesar de que el término “humanitas”, como hemos comentado, parece ser un invento verbal de Cicerón y se refería con él a un cierto sistema de comportamientos humanos que se consideraban ejemplares y a los que los hombres grecolatinos de la época helenística creían “por fin” haber llegado, en la Edad Media el sustantivo singular “humanitas” se convierte en el plural “Humanidades”, y se refiere a un conjunto de conocimientos y enseñanzas, cuyo tema en aquel tiempo eran las obras poéticas, retóricas, históricas, jurídicas y didácticas que griegos y romanos habían tenido a bien engendrar (Ortega, 2009). En las Humanidades –dirá Ortega- la vida humana no se presentaba directamente, sino indirectamente. “La vida transparecía sólo oblicuamente, porque la atención iba dirigida sobre todo a las palabras”; hasta el punto de que en el siglo XV el humanismo se convierte en la dictadura de la gramática, en el saber decir y saber escribir. Dando un paso más, en el Renacimiento los humanistas son los profesores de lenguas clásicas, porque son éstas las que permiten ir directamente a los autores grecolatinos, relegando el mundo medieval. El nuevo modelo de formación recibe el nombre de “studia humanitatis” o “studia humaniora”, compuestos por la gramática, la retórica, la historia, los estudios literarios, la filosofía moral y muy especialmente las lenguas clásicas. En el elenco de humanistas ejemplares suele citarse a Erasmo de Rotterdam, pero no puedo dejar de mencionar al que ha sido el más célebre alumno de la Universidad de Valencia, Juan Luis Vives, humanista de pura cepa, y no sólo por su conocimiento del mundo clásico, sino sobre todo porque escribió el primer trabajo sobre la pobreza que ha visto la luz, el De subventione pauperum de 1526, en el que aclara que el problema de la pobreza no se resuelve sólo con la limosna individual, sino sobre todo convirtiendo la asistencia social en una cuestión municipal e institucional. Como se echa de ver, se va abriendo tímidamente el camino a lo que más tarde será el Estado del bienestar. Las Humanidades abren caminos desde el comienzo para mejorar la vida de los menos aventajados y para crear sociedades justas, transfiriendo a la realidad social sus conocimientos. Y regresando al hilo conductor de Ortega y Gasset, estos saberes específicos de lo humano con el tiempo recibieron el nombre de moral sciences o bien morals, en el mundo anglosajón; ciencias morales y políticas, en el mundo francés y en el hispano; Geisteswissenschaften frente a las Naturwissenschaften, en el mundo germano. Ortega, por su parte, propone denominar “Humanidades” a estos saberes que se ocupan de hechos exclusivamente humanos y que, según él, proporcionan un conocimiento estricto, aunque no exacto; trabajan con hechos, pero no se limitan a ellos, sino que tratan de articularlos desde el sentido, que es la materia inteligible en el mundo humano. Ciertamente, quienes financian proyectos de investigación con recursos públicos o privados no parecen muy interesados en las Humanidades, ni tampoco quienes diseñan los curricula de la enseñanza no universitaria, cuyos autores parecen empeñados en reducir las Humanidades a un mínimo inadmisible. Lo cual obliga a una constante defensa de las Humanidades a quienes creemos, con razones más que fundadas, que esa reducción carece de sentido, porque en el fondo se reduce al último motivo que Kagan ofrece como si fuera intrascendente: que los resultados de la investigación en Humanidades contribuyen poco al progreso de la economía nacional, que en una “economía basada en el conocimiento” apenas ayudan al crecimiento del PIB, que no resultan rentables en términos monetarios y, por lo tanto, tienen escasa incidencia en el desarrollo humano. Estas afirmaciones son, sin embargo, rotundamente falsas. En primer lugar, incluso en sus términos económicos. Pero, en segundo lugar y más importante, si entendemos el término “desarrollo humano” en el sentido en que viene comprendiéndose desde hace un par de décadas, como el empoderamiento de las capacidades de los miembros de una sociedad para que puedan llevar adelante los planes de vida que tengan razones para valorar. En este sentido, los países mejor situados en los índices de desarrollo humano son los que cultivan las Humanidades con mayor esmero, porque, en trabajo conjunto con las tecnociencias, capacitan a sus miembros para llevar adelante una vida digna. De estos dos puntos nos ocuparemos para poner término a esta intervención. 7. Innovar en Humanidades Cualquier proyecto de mejora en una sociedad propone potenciar la “I+D+i”, es decir, la investigación, el desarrollo y la innovación. Según la Estrategia Europa 2020, esta última es indispensable para lograr “un crecimiento inteligente, sostenible, inclusivo”. La innovación es una síntesis de invención y mercado. Si inventar es generar una nueva idea, la innovación consiste en plasmar esa idea en productos o procedimientos que permiten introducirla en el mercado con éxito, es decir, permiten venderla. Se utiliza esa expresión tan hermosa “ponerla en valor”, que a fin de cuentas significa hacerla lo suficientemente atractiva como para que alguien la compre. Y, si es posible, plasmarla en un soporte informático. Hoy en día hay una importante innovación en Humanidades, se transfiere conocimiento humanístico al tejido socioeconómico para hacerlo competitivo, como muestran trabajos del Instituto INGENIO (Instituto de Gestión e Innovación) de esta universidad. Esta transferencia se produce en el campo de la cultura (productos cinematográficos, discográficos, audiovisuales, editoriales), en el de los museos, fundaciones, centros responsables de educación o medios de comunicación, en el ámbito de la arqueología, en relación con empresas de la construcción y la rehabilitación del patrimonio, que necesitan expertos en arte y paisaje, en el mundo del turismo, fundamental para el PIB de nuestro país, o en el de los sistemas de medición en educación. Nuestra propia Fundación ÉTNOR (“para la ética de los negocios y las organizaciones”), que tiene su doble sede en Castellón y en Valencia, ha sido reconocida por la CRUE como un ejemplo de Innovación Universitaria de Humanidades. Las Humanidades son, pues, también productivas en el sentido habitual del término, como saberes que contribuyen directamente al aumento del PIB; una contribución que crecerá día a día. Con todo, no es ésta su principal aportación al progreso en “humanitas”, sino la que vienen desempeñando desde sus orígenes en el campo de la formación. Para mostrarlo brevemente recurriremos a la ayuda de Immanuel Kant. 8. Formar en humanidad En sus tratados de Pedagogía afirmaba Kant que “la persona lo es por la educación, es lo que la educación le hace ser”. Y aseguraba que hay dos problemas especialmente difíciles para la humanidad: el problema del gobierno de las sociedades y el de la educación. El segundo, según él, todavía es más complejo que el primero (aunque si hubiera vivido la actual situación española, tal vez el problema de la formación del gobierno le hubiera parecido más complicado que el de la educación), porque es necesario aclarar si vamos a educar para el momento presente o para un futuro mejor; un futuro que es preciso anticipar creativamente. Su apuesta, como buen filósofo y pedagogo, fue la apuesta por educar para un mundo mejor. Y este mundo sería el de una sociedad cosmopolita, en la que ningún ser humano se sentiría excluido. Esa sería la sociedad capaz de garantizar la paz entre las personas y los pueblos. Podríamos decir que éste sería el ideal de humanidad del siglo XXI (Kant, 1983). Pero para emprender ese camino y recorrerlo con bien es necesario educar en las tres formas de saber que hemos mencionado antes, y, muy especialmente, en ese tipo de conocimientos que ha recibido y recibe el hermoso nombre de “Humanidades”. Filosofía, Historia, Literatura, Filologías, Comunicación, Arte nos pertrechan de capacidades para encaminar las ciencias y las tecnologías hacia esa sociedad cosmopolita, porque hacen posibles actuaciones como las que quisiera recoger brevemente. 1) Conocer reflexivamente la historia para poder encontrar el propio lugar en el mundo, la propia identidad. La historia de cada país, la de cada entorno, pero también la historia del género humano, que es ya sin duda intercultural. 2) Detectar en esa historia qué tendencias queremos cultivar, porque son más humanizadoras que otras, desde los valores morales que preferimos, desde las normas y principios éticos por los que debemos y queremos optar. Una fundamentación de la ética se hace aquí imprescindible. 3) Despertar el espíritu crítico, arrumbar fundamentalismos y dogmatismos optando por el uso público de la razón propio de las sociedades abiertas; por el intercambio de argumentos en el que consiste la deliberación. 4) Ayudar a forjar la propia conciencia, en diálogo con otros, pero sabiendo que al fin es preciso asumir las propias decisiones y hacerse responsable de ellas. 5) Orientar las investigaciones científicas y las aplicaciones técnicas desde dos principios clave en la ética de la ciencia y de la técnica: no dañar a los seres humanos ni a la naturaleza, sí beneficiarles y sí empoderar a las personas para que puedan llevar adelante los planes de vida que tengan razones para valorar. 6) Ayudar a formar profesionales, que no se conforman con ser meros técnicos que aplican sus conocimientos a cualesquiera fines, sino que son conscientes de las metas de su profesión. 7) Descubrir la unidad del saber, la que articula las distintas actividades humanas –política, profesional, educativa, universitaria- desde la ética que les es propia. 8) Propiciar el cultivo de la humanidad, del que hablaba Herder, la formación y no la mera instrucción, desarrollando la capacidad del juicio y del buen gusto, que abre la base de la comunicabilidad universal. 9) Fomentar la imaginación creadora que nos permite trasladarnos a mundos nunca vistos y potenciar el sentimiento de simpatía por el que nos ponemos en el lugar de cualquier otro. 10) Superar la trampa del individualismo, que es falso, y propiciar el reconocimiento recíproco de los seres humanos como personas, haciendo patente que somos en relación. 11) Y, por último, sentar las bases de democracias auténticas, desde una ciudadanía madura, a la vez local y cosmopolita. De todo ello podemos inferir que carece de sentido afirmar que es escasa la incidencia de las Humanidades en el PIB de un país, que su contribución a la economía nacional es mínima. Es en esta articulación de las innovaciones en ciencias, técnicas y humanidades en la que nos jugamos el futuro del bien humano. ¿Qué caminos existen para hacer realidad esta cooperación entre ciencias, técnicas y Humanidades? Si es cierto, como apuntaba Kant, que la persona lo es por la educación, tanto la Escuela como la Universidad son dos lugares esenciales para la presencia de las tres formas de saber y para su fecunda colaboración. Ninguna puede estar ausente, las tres han de trabajar conjuntamente. Y en este sentido, sería importante recuperar la unidad del saber en las universidades desde la ética de las profesiones. Cada actividad profesional cobra su sentido y legitimidad social por perseguir una meta, que proporciona un bien precioso a la sociedad. Ingenierías, arquitectura, proyectos de cooperación, Bellas Artes, pueden producir resultados que benefician a personas, a comunidades y al medio ambiente, si en la actividad de cada una de ellas se implican profesionales preocupados por servir a la sociedad y por mejorar el entorno. Profesionales que valoran el bien que ofrecen, y no sólo técnicos que aplican los medios a cualesquiera fines. Dedicar una asignatura del currículum de cada profesión a reflexionar y deliberar sobre la ética de esa profesión sería un buen camino para educar auténticos profesionales. Y todo ello, ¿desde dónde?, ¿cuál es el motor que pondría en marcha todo este edificio? Intentaré responder recurriendo a un relato de Habermas en su libro Perfiles filosófico-políticos. “Poco antes de su octogésimo cumpleaños –cuenta Habermas-, preparando una entrevista con este motivo, Marcuse y yo mantuvimos un largo diálogo sobre cómo podíamos y debíamos explicar la base normativa de la teoría crítica”. No era fácil encontrar la respuesta. El profeta de Israel exigía justicia para el huérfano y para la viuda en el nombre de Yahvé, pero ¿qué mueve a un hombre en un mundo plural a buscar una base normativa para criticar las injusticias? La respuesta –continúa Habermas- la dio el propio Marcuse dos años más tarde cuando, ya en un hospital de Francfort, se anunciaba el principio del fin. “¿Ves? –le dijo- ahora sé en qué se fundan nuestros juicios valorativos más elementales: en la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de los otros”. Formar en la compasión, en la capacidad de ser con otros y de comprometerse con ellos es, a mi juicio, la clave irrenunciable de la formación humanista que una universidad debe ofrecer en el siglo XXI. Referencias bibliográficas Karl-Otto Apel (1985): La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid. Karl-Otto Apel (1979): Die Erklären:Verstehen-Kontroverse in transzendental-pragmatischer Sicht, Suhrkamp, Frankfurt. 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