juan luis arsuaga ferreras

Discurso de Juan Luis Arsuaga Ferreras
Doctor honoris causa UPV
Magnífico Sr. Rector de la Universidad Politécnica de Valencia, queridos profesores, alumnos y miembros todos de esta comunidad universitaria:
Estamos acostumbrados a imaginar la evolución de los grupos biológicos como líneas rectas que atraviesan el tiempo geológico. Y así lo expresamos a menudo, cuando hablamos precisamente de líneas evolutivas. Algunas se bifurcan y las dos ramas resultantes se alejan la una de la otra, pero son ramas más o menos rectas.
Nos parece por eso que el cambio evolutivo es semejante a la marcha humana, un pie delante de otro, y por eso nos referimos a los pasos evolutivos que ha dado un grupo en su recorrido por la historia de la vida. Cada tipo de organismo, decimos, ha seguido su propio sendero evolutivo, caminando en el tiempo.
La fuerza que impulsa la evolución es la selección natural de Darwin, según sabemos, y es como el soplido del viento que empuja a un velero hacia el horizonte. El mecanismo es muy sencillo: el ambiente ejerce una presión de selección sobre los organismos, de manera que solo determinados individuos, con unas características concretas, sobreviven y se reproducen.
Para que haya evolución tiene que haber selección natural, sí, pero de un tipo especial. No vale para producir el cambio la selección normalizadora, la que elimina los individuos extremos, las dos colas de la campana de Gauss, y respeta a los que ocupan el centro de la curva, allá donde sube más alto. Ese tipo de selección no modifica las especies. Se necesita una “selección direccional”, que favorezca precisamente a los más raros, a los que ocupan una de las dos colas de la campana, no a los del centro. La selección natural premia a los “desviados”, a los “aberrantes”.
No nos paramos a pensar que en Biología los ciclos -en ecología, en fisiología, por ejemplo- son mucho más frecuentes que los procesos de cambio lineal. Ahora bien, los ciclos son la pescadilla que se muerde la cola, ruedas que dan vueltas pero que no avanzan. El ciclo de las estaciones es un buen ejemplo. Como dice el Gatopardo, siempre cambiando para estar en el mismo sitio.
Y a veces ni siquiera dan vueltas, como el de la vida. Llamamos así al tiempo que transcurre desde la cuna hasta la tumba y obviamente no se vuelve nunca al principio, salvo que se crea en la reencarnación. En lugar de ciclo vital haríamos mejor en denominarlo historia vital, como los anglosajones. Solo empezamos otra vez, de alguna manera, con el nacimiento de un hijo. En el lenguaje ordinario estamos acostumbrados a oír que todas las etapas de nuestra historia personal y sentimental son ciclos, que se cierran para abrir el siguiente. Pero desde luego estos ciclos no son circulares, salvo que volvamos al principio de una relación amorosa o de un trabajo. Y ya decía Heráclito que ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río.
Y sin embargo, hay un tipo de ciclo que es como una rueda que avanza, que nunca permanece en el mismo sitio. Lo llamamos feed-back o circuito de retroalimentación y nos fijaremos en él porque quizás nos ayude a entender mejor la evolución en general. Es más, sospecho que Darwin estuvo a punto de descubrirlo y que si lo hubiera hecho habría formulado su teoría de una manera bastante distinta.
Creo que si pensamos en términos de circuitos de retroalimentación, es decir, en términos cibernéticos, entenderemos mejor la evolución humana, y también las características que diferencian a los machos de las hembras en muchas especies, y que Darwin atribuía a un tipo especial de selección que bautizó como selección sexual. Más aún, me atrevo a pensar que este estilo de pensamiento puede ser útil para analizar más adecuadamente cualquier proceso de cambio en el tiempo.
Pero antes de Darwin fue Lamarck, y el animal par excellence que se asocia con este biólogo francés es la jirafa y su largo cuello. Los antepasados de las jirafas se esforzaban por alcanzar las más altas hojas de los árboles -ya se sabe- y sus crías se beneficiaron de tanto esfuerzo. Luego vino Darwin, e invirtió la lógica: es inútil esforzarse, solo las jirafas que tengan por nacimiento los cuellos más largos sobrevivirán. Del mismo modo que los animales domésticos y las plantas cultivadas no han hecho nada por la mejora –para nuestros fines, se entiende- de sus respectivas razas y variedades, y todo el mérito es del ganadero o del agricultor, así en la evolución los organismos se han limitado a proporcionar la arcilla que moldea la selección natural.
Este mensaje de que no podemos ser los protagonistas de la Historia parece demoledor. La palabra “evolución” se traduce como cambio para mejor en todos los ámbitos de las sociedades occidentales y por eso el mensaje de la selección natural de Darwin -aunque se aplique solo por analogía a las actividades humanas- nos deja tan fríos.
Sin duda simpatizamos más con el razonamiento de Lamarck, pero este tiene dos problemas. Las ventajas conseguidas durante la vida con tanto esfuerzo no se trasmiten por la herencia como pensaba Lamarck, de manera que los descendientes tienen que empezar desde cero. El otro problema es que Lamarck creía que la vida tendía por sí misma hacia el progreso, y aunque nos gustaría creer que eso sucede en las sociedades humanas, en tiempos de crisis como el que vivimos nos vemos obligados a preguntarnos si no se desandará el camino cada cierto tiempo.
Entonces, ¿no hacen nada los animales por su propio futuro? ¿No participan activamente en su evolución? Sin negar los principios de la genética que son incompatibles con la teoría lamarckiana, ha habido grandes mentes que han creído que algo muy importante se puede salvar de su espíritu.
El premio nobel Jacques Monod lo explicaba así en su importante libro El azar y la necesidad (1970): “Si los vertebrados tetrápodos han aparecido y han podido dar lugar a la maravillosa expansión que representan los anfibios, los reptiles, las aves y los mamíferos, es porque en el origen, un pez primitivo ‘eligió’ ir a explorar la tierra donde no podía sin embargo desplazarse más que saltando dificultosamente. El creó así, como consecuencia de una modificación de comportamiento, la presión de selección que debía desarrollar los poderosos miembros de los tetrápodos”. El cambio de hábitos de vida (salir del agua) habría precedido entonces a la modificación de la forma del cuerpo, y no otra era, en definitiva, la idea central de Lamarck.
Pero no ha sido Monod el único que se ha resistido a aplicar la metáfora darwiniana de la domesticación –llevada hasta sus últimas consecuencias- a la evolución de las especies como hace el darwinismo estricto. Quizás un animal salvaje no sea tan pasivo respecto de su futuro evolutivo como una oveja. Pensadores tan admirados como el premio nobel de física (pero con grandes preocupaciones biológicas) Erwin Schrödinger, y el filósofo de la ciencia sir Karl Popper vieron a los animales mucho más activos: como buscadores constantes y “solucionadores” de problemas.
Y sin defender la herencia de los caracteres adquiridos, y precisamente porque aceptaban la selección natural como la fuerza poderosa que actúa sobre la variación espontánea, le otorgaban a los organismos su cuota de protagonismo. El cambio de hábitat, o el de nicho ecológico, por parte de los individuos crea nuevas presiones de selección, al trastornar la lógica de lo que es beneficioso y lo que es perjudicial, ya que ninguna nueva estructura o función podrá ser favorecida por la selección natural si el individuo no la usa.
Además, los seres vivos, con sus actividades, modifican su propio entorno, y por lo tanto no están sometidos completamente a lo que se encuentran “fuera”. De alguna forma, al menos los animales de conducta más compleja llevan a cabo con ellos mismos algo parecido –aunque sea remotamente- a la selección artificial.
Karl Popper, en el libro El yo y su cerebro (1977) discute el antes citado ejemplo del largo cuello de la jirafa, que según Lamarck es –recordemos- el resultado del hábito de ramonear de sus antepasados. Como sabemos perfectamente que da igual la vida que lleven los animales, que nada de lo que hagan afectará a los genes que transmitan a sus hijos, la explicación lamarckista, tomada al pie de la letra, es sin duda errónea. Pero, sigue Popper: “Con todo, eso no quiere decir que las acciones, preferencias y elecciones de los predecesores de la jirafa no hayan desempeñado un papel fundamental (aunque indirecto) en su evolución. Por el contrario, crearon un nuevo medio para sus descendientes, con nuevas presiones de selección que son las que han llevado a la selección de los cuellos largos. Hasta cierto punto se puede decir que incluso a menudo las preferencias resultan decisivas”.
Cabría incluso emplear este razonamiento, opina Popper, para responder a la pregunta de cómo ha surgido la mente humana, que es, junto con el propio origen de la vida, el gran problema de la evolución. “Se podría decir –son las palabras de Popper- que al decidirse a hablar, el hombre ha podido desarrollar su cerebro y su mente, que el lenguaje, una vez creado, ejerció la presión selectiva bajo la cual ha tenido lugar la emergencia del cerebro humano y de la conciencia del yo”.
¿Pero es este modo de razonar completamente ajeno al pensamiento darwinista, como se ha querido hacer ver? El propio Darwin aborda este tema en El origen de las especies (concretamente en el Capítulo VI: Problemas de la teoría) donde reflexiona: “Es, sin embargo, difícil de decidir, y nos da lo mismo (la cursiva es mía), si cambian generalmente los hábitos primero y la estructura luego; o si ligeras modificaciones estructurales llevan a modificar las costumbres. Probablemente la dos cosas cambian casi simultáneamente”.
Si el animal representativo de Lamarck es la jirafa, quizás podríamos decir que el de Darwin es el pavo real. En vez del largo cuello, aquí el problema es el de cómo surgió la larga cola de los machos, que a diferencia del cuello, no le proporciona al individuo ninguna ventaja en relación con la alimentación o la supervivencia; con sus hábitos de vida, como diría Darwin.
Pero sí lo hace más atractivo a los ojos de las hembras y aquí es donde Darwin vio la razón de esas plumas tan poco prácticas. Descubrió entonces que existía una variante de la selección natural que consistía en la lucha entre miembros de la misma especie por dejar más descendencia, y la denominó “selección sexual”.
Según Darwin, cuando no se trataba de luchas físicas entre machos, lo que tenía lugar era una especie de concurso de belleza, o certamen de bel canto, y eso era tanto como atribuirles a los animales cualidades estéticas. Muchos se opusieron, incluyendo evolucionistas convencidos, para quienes todas las modificaciones que se producen a lo largo de la evolución de una especie son adaptaciones al ambiente. Pero en su libro El origen del hombre (1871), Darwin se esforzó en demostrar que era posible la selección sexual, y más aún, que también se aplicaba al ser humano.
Pero entonces, ¿qué hace que determinada característica, por extravagante que nos parezca, resulte atractiva para el sexo opuesto en una especie animal cualquiera? Según Darwin, era algo parecido a lo que los humanos llamamos moda, y que tanto varía de una cultura a otra, y de una generación a otra.
No es nada práctico, y no se sabe cómo empieza, pero cada vez gusta más un determinado estilo de vestir, de adornarse o de arreglarse el cuerpo, y finalmente se acaba exagerando y convirtiendo en obligatorio en una sociedad determinada. ¿Quién sabe a estas alturas de dónde procede la corbata? ¿No vemos en la selección sexual un nuevo ejemplo del pensamiento cibernético de Darwin? La rueda se pone en marcha, lentamente al principio, y luego se va acelerando.
Para Darwin el color de la piel en las diferentes poblaciones humanas era el resultado de las preferencias en la elección de la pareja. Se equivocaba en este caso, porque nuestra pigmentación tiene mucho más que ver con la cantidad de radiación solar que llega a una región, pero ¿estamos seguros de que no hay características en la especie humana que tienen más relación con selección sexual que con la adaptación al medio?
Como nos ocurre casi siempre, nosotros aquí nos ponemos del lado de Darwin. Creemos que el nuevo hábito y el cambio orgánico se producen casi a la vez y que sería difícil saber qué fue primero. Y que una vez que echa a andar la rueda -como un circuito que se retroalimenta- comportamiento y órgano evolucionan conjuntamente, uno a impulsos del otro.
Pensemos ahora la evolución humana con nuestra recién adoptada perspectiva cibernética y creo que entenderemos mejor las grandes transiciones que jalonan nuestra historia biológica. Hay chimpancés que cazan, los hay que capturan termitas con una ramita pelada previamente y los hay que parten nueces usando un yunque y un martillo. Son tradiciones, cultura si se quiere, porque se transmiten entre generaciones por medio del aprendizaje y no por los genes. ¿No podría una tradición de este tipo abrir las puertas a un nuevo tipo de dieta y a un nicho ecológico distinto y así crear presiones de selección que no existían antes? ¿La coevolución de tecnología y cerebro que apreciamos en el registro fósil y en el registro arqueológico no nos recuerda a un circuito que se retroalimenta, a una rueda que gira y avanza en una dirección determinada?
Podemos sacar de todo esto una enseñanza para la sociedad y concretamente para la universidad, ¿por qué no? Establezcamos circuitos de retroalimentación que la hagan avanzar, como ocurre en las mejores del mundo. Que los que salgan de las aulas no se vayan para siempre, sino que vuelvan a seguir formándose, y también a aportar sus experiencias y los conocimientos adquiridos en la dura selección natural de los mercados. Que regresen los egresados para trabajar con nosotros, para investigar en nuestros laboratorios, para invertir en la formación de los especialistas que necesiten en sus empresas. Que permanezcan para siempre unidos a su Alma Mater, impulsando la rueda cada vez más deprisa, para llegar muy lejos.
Claro que todo eso ya lo sabéis y lo practicáis en la Universidad Politécnica de Valencia, que ahora también es la mía y de la que ya me siento muy orgulloso. Muchas gracias por darme acogida entre vosotros.